Observo a la niña que viaja en el mismo transporte que yo, una ruta seis con destinos diferentes.
Es su mirada de duda, curiosidad, de asombro. Me impresiona la fuerza con la que se sostiene, sus manos aferradas al asiento por causa del turbulento viaje. ¿Es acaso los choferes no saben manejar o todos ellos asistieron ala misma escuela?
Mis letras también sufren una transformación por el viaje.
En un asiento cercano al mío viene un personaje a quien también le observo la mirada. Es un señor a quien le calculo ochenta y cinco años aproximadamente, viste elegante y sostiene un folder con ambas manos.
Pero qué mirada, demonios. Siempre me he preguntado en qué medita una persona a esa edad, qué aspiran, qué sueñan. Creo que su mirada al vacío -hundida en el vacío- dicta soledad, no lo sé.
Las miradas son el reflejo del alma de cada persona, ahí, donde los disfraces no existen.
Un par de señoras a mi lado -amas de casa por lo visto- periquean sobre sus maridos y se empavonan con sus hijos. Son conversaciones donde una puede aprender a ser "mujer, madre y esposa", y lo escribo entre comillas porque dudo que ese sea el fin de cada mujer en la tierra, ser sólo eso.
Se quedó dormida después de tanto arrullo, la pequeña quedó cobijada en los brazos de su madre quien con delicadeza plantó un beso en su frente y la sostiene.
¿En qué momento se fue el anciano? Supongo que así de rápida es la vida y la estancia en la tierra. Es como un transporte público: compartimos unos momentos juntos y luego nos vamos, salimos y entramos en la vida de tantas personas y sólo en algunas decidimos y nos permiten compartir todo el viaje, la vida.
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